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  • Foto del escritorFaride

Del dolor a la transformación


La muerte de mi madre, cuando yo tenía 19 años, ha sido el desafío más grande que he vivido. No solo por el hecho de la pérdida en sí, sino por todo los cambios y situaciones que esto trajo en los meses y años siguientes. Hoy se cumplen 11 años de su partida, hay días es que ya ni siquiera pienso en ella y los recuerdos a su lado son cada vez más borrosos; sin embargo, su amor y enseñanzas siguen viviendo intactos dentro de mí.


Siempre me ha gustado escribir, de adolescente siempre tuve diarios donde escribía reflexiones de la vida, poemas y hasta canciones (sin música obviamente), tras su muerte quería escribir sobre lo que sentía, pero era tan doloroso traducir mis sentimientos a palabras que no lograba escribir en español. Todo lo que escribí en esa época lo hice en inglés, un idioma con el que no siento la cercanía de mi lengua materna, pero que durante meses me permitió hablar del tema desde una posición lo suficientemente lejana para no tener que “sentir mucho” al revivir los recuerdos.


Con el tiempo, escribir dejó de ser un sinónimo de sufrimiento y se convirtió en un medio de reflexión, nostalgia, memoria y aprendizaje. Me costó muchos años poder ver la lección detrás de ese momento, pero con el tiempo, poco a poco las cosas se fueron haciendo más claras. Al lograr ver el aprendizaje que este acontecimiento me trajo, logré agradecer que ocurriera, a no querer devolver el tiempo y cambiarlo, a simplemente aceptarlo. Esto ha sido el paso más grande para la sanación, aceptar y agradecer, pues tras la muerte de mi mamá, pude comenzar a desarrollar mi verdadera personalidad, a explorar, a descubrir el mundo y a conocerme a mí misma.


Creo que la mayor lección ha sido que el amor incondicional que ella me daba, jamás nadie podrá dármelo, este es un vacío en mi corazón que ha permanecido intacto con los años, creo que solo podrá llenarse cuando mi amor propio sea aún más compasivo e incondicional que el que ella me daba.


También me enseñó a apreciar mi existencia y a valorar cada ser humano que pasa por mi vida, por más corto que sea su paso siempre trato de ser amable, pues el amor es universal y no se limita únicamente a nuestros seres cercanos, todos los seres humanos, y la naturaleza en general, merecen ser tratada con amor.


Cuando un ser querido fallece, todos los recuerdos duelen, incluso los buenos, y estos con el tiempo se van tiñendo de neblina. Sin embargo, los siguientes recuerdos aún siguen indemnes en mi memoria y en este día quiero inmortalizarlas en el blog, por si con los años se me olvidan:


- Su piel siempre caliente, no hirviendo, pero si en la temperatura exacta para abrazar mi alma.

- La forma en que me mordía mis cachetes, sin dientes, solo con sus labios, una mezcla entre un beso y un mordisco.

- Su olor, no a lociones, no a jabón, su olor verdadero es el mejor perfume que he olido. Por años conservé una blusa suya sin lavar, intentando no olvidar su aroma, pero con el tiempo este se desvaneció y decidí regalarla.

- Su entrecejo fruncido, un poco como el mío (la gente siempre piensa que soy muy seria pero es mi expresión normal).

- Cuando era bebé ponía una almohada en su pelvis y me acostaba entre sus piernas mientras veía televisión, sus piernas hacían de cuna para que yo no me cayera de la cama. Y esta tradición se mantuvo, con 19 años yo seguía acostándome en esta “cuna” a ver televisión.

- Sus abrazos, besos y caricias, fue la persona más amorosa que he conocido.


Esta reflexión está dedicada a mi madre Aydée Perchi Becerra, pero también es un recordatorio de que en la vida nada de lo que nos pasa es malo o negativo, si encontramos un aprendizaje podemos reinterpretar la realidad y ver la transformación que surge tras la pérdida y el dolor.

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